De un tiempo a esta parte, el colapso de las
tesis del anarquismo insurreccionalista, su inoperancia práctica y la represión
contra sus seguidores, ha llevado a la deserción de sus filas de un creciente
número de militantes y a un salto
adelante de sus actuales seguidores.
Los defensores del llamado “anarquismo de
praxis” han acabado equiparando la acción directa libertaria al binomio formado
por el fuego y los comunicados rimbombantes. La inopia teórica, la soberbia de
sus militancia y alejamiento del
pueblo de muchos de sus activistas
(una forma de participación política que podríamos llamar “liberados de la
revolución”) está favoreciendo la paulatina consolidación en un polo militante
de anarquistas nihilistas que, si bien ha sido constante en el movimiento libertario
a nivel internacional, ahora parece ganar visibilidad por su apuesta por las
acciones espectaculares, la grandilocuencia de sus comunicados y el rechazo a
otros sectores del movimiento anarquista que entienden la palabra “praxis”
desde otro punto de vista.
Más que necesario se nos antoja ahora retomar
la lectura y actualización de Influencias
burguesas en el anarquismo, pues ¿qué queda del anarquismo cuando no hay
pueblo detrás, cuando no hay oprimidos detrás? Muchos se jactan de hablar por
el pueblo y los oprimidos en sus comunicados, pero luego, contaminados por el
individualismo posmoderno que ha calado hasta en las tripas de los movimientos
sociales que se consideran radicales, abominan de él, lo ridiculizan y levanta
una imagen autorreferencial que –digámoslo de forma suave- recuerda a los
miembros del Sanedrín, tocados de santidad y adornados con la estola de una
superioridad moral que anula el humanismo inherente a toda condición
libertaria.
Así, la aparente inoperancia de su acción
política se revela en realidad activa, por lo que tiene de influyente en la
imagen pública del anarquismo. Por ello, las paparruchadas teóricas, las
bravuconerías adolescentes y el pseudovanguardismo de su retórica salvaje, denotan
su incapacidad para intervenir políticamente en la guerra de clases y, lo que
es peor, su apuesta por huir de los espacios donde se fragua la lucha social,
los espacios donde el pueblo ataca y se defiende del estado y el capital. Una
huida que, todo hay que decirlo, tiene más que ver con las guerras del gueto en
las que, antes que nada, es prioritario marcar distancia, decir quien eres y no
contaminarte (en su caso, de movimiento obrero, anarquismo social, luchas
laborales, ciudadanismos o anarquismos no nominativos). Esa es su praxis real:
la defensa del autismo a ultranza.
No se trata, pues, de articular un movimiento
de galería, que queme a sus miembros y arroje al nihilismo a la mayoría de sus
seguidores, sino de transformar la realidad en clave anarquista. Para ello se
necesita cuerpo social y militante, pueblo y gente real, con sus defectos, sus
problemas y sus debilidades. Los anarquistas no pueden confundir su ortodoxia
en liderazgo o ensimismamiento. Sin grandes grupos organizados y en lucha no se
pueden cambiar las cosas. Del otro lado, está claro lo que hay: sectarismo y
grupusculismo, enfermedades típicas de la familia autoritaria.
Pensemos, por tanto, en que la acción
política real y transformadora del movimiento libertario, la que trabaja en pro
de la autogestión política y económica del pueblo, se ha de hacer, siempre,
como participantes de un proceso colectivo de empoderamiento en el que todos
juntos, y entre iguales, ataquemos al poder poniendo freno a sus desmanes,
enfrentando la opresión desde nuestra condición de explotados y ejerciendo la
acción directa desde su máxima expresión: tomando los problemas en nuestra mano
y, por lo tanto, no delegando en nadie, mucho menos en aquellos que confunden
hacer la revolución con el clandestinismo, los fuegos artificiales y la vida
rápida, salvaje y ciclotímida de las estrellas del rock.